Vista parcial del interior de la Embotelladora de Pepsi-Cola de Madrid. |
Para los jefes que vigilaban desde la oficina refrigerada
todo iba bien mientras el traqueteo agudo de las botellas indicase que la
cadena estaba en marcha. Cuando algún percance o alguna avería detenían la
cadena, el jefe que era mecánico y el subjefe que era electricista, cambiaban
el traje por el mono y se presentaban inmediatamente en el lugar que hiciese
falta. Los peones de plantilla, al ver moverse a los jefes, ya sabían que era
cosa de unos minutos o si el problema era más grave y les pondría a todos a
barrer la nave que acumulaba toneladas de cristales rotos y de suciedad. La
limpieza general sólo se hacía en caso de avería en la cadena de producción o
cuando los jefes habían recibido el chivatazo de que se avecinaba una
inspección oficial.
Es fácil hacerse la idea de lo que suponían doce horas
diarias, siete días a la semana, con una hora para comer, quince minutos para
el bocadillo y cinco minutos para ir al baño. Los eventuales cada hora
cambiábamos de puesto en la cadena, pero era difícil acostumbrarse al tableteo
de las máquinas, al rechinar de las botellas y al calor pegajoso y dulzón de la
nave.
Había que acercarse mucho a gritar para entenderse con el
compañero; imposible mantener una conversación. Mi sensación era la de un
trabajo alienante que había que hacer mecánicamente y el domingo por la tarde
caer rendido y dormir hasta el lunes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario