Tomás compartía con Víctor turno de Adoración Nocturna. |
Ya
había vuelto yo de la mili, así que quizás tendría unos veinticinco o
veintiséis años. Estábamos en la Adoración. Siempre había un rato antes
de empezar los turnos en la capilla en que se conversaba un poco, procurando
siempre que fuera espiritualmente. A mí, esas conversaciones me gustaban.
Siempre me gusta hablar de Dios y de sus cosas, máxime con personas entregadas
a alguna de sus obras para gloria suya.
Recuerdo
que yo ya hacía años que había recibido una gracia especial (hoy creo que era
para llamarme Dios a más oración), que todavía, al presente, no sé cómo llamar.
El caso es que, sin comentar sobre esa gracia, estaba yo hablando sobre la
posibilidad de que con el tiempo se pudiera llegar a un estado en el que ya no
habría que hacer oraciones vocales, y no haría falta, por ejemplo, quizás rezar
el Rosario (de eso no me acuerdo muy bien). Pero a lo que voy: Oí al
hermano Víctor que me decía: “No. El Rosario no hay que dejar de rezarlo
nunca”. Sé que entendía lo que pasaba en mi interior y recibí la gran lección
que me ha durado toda la vida.
No. El Rosario no hay que dejar de rezarlo nunca. |
Así
pues, mis contactos con Víctor se remiten al apostolado de enfermos en la
Congregación de San Felipe Neri, en que no había muchas ocasiones de hablar,
porque la obediencia de los superiores establecía las salas de enfermos y los
hermanos que debían servirlos, siendo así que podían pasar meses sin coincidir.
Después venía la Santa Misa y todos a su casa.
Fue
más adelante cuando hablamos más profundamente, en esos tiempos pre-turno de
Adoración. Y después cuando él, creo ya enfermo, tuvo que irse, me
parece que a Velillas (Palencia). Allí le escribí alguna vez, muy pocas. Él me
contestó, pero torpe de mí, que no tuve la precaución de guardar sus cartas.
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