sábado, 28 de abril de 2018

Testimonios, Eva II

Eva (la joven en el centro) con sus padres y hermanos


Como el trabajo en cadena de la embotelladora de refrescos no le ocupaba la mente, continuaba su jornada laboral rezando rosarios mientras controlaba el paso de las botellas. Con cada botella que se llenaba, contaba un avemaría. Llegó a rezar un número elevado de rosarios diarios durante las ocho horas de jornada laboral, más ocho horas extras que tuvo que trabajar durante algunos años para poder sacar la familia adelante después de arruinarse el negocio de la granja que poseía en Medina del Campo.

La ruina de este negocio, con el que había prosperado años a atrás, fue la causa del cambio total que dio la vida mi padre. Desde entonces comprendió la vanidad de las riquezas y puso su confianza en Dios, entregándose a una vida de oración, en la que, ayudado por los escritos de San Juan de la Cruz, que tanto alimentaron su espíritu, los que casi se sabía de memoria, fue avanzando por la Subida del Monte Carmelo, pasando por las noches oscuras, hasta llegar a la cima de la perfección.
 
Cadena de una embotelladora de Pepsi Cola
Como albergaba el deseo de ser verdaderamente pobre, no quiso que la cuenta bancaria de la familia figurara a su nombre, motivo por el que aparecían como titulares mi madre y uno de mis hermanos, hasta que le llegó el tiempo de la jubilación y no le quedó más remedio que ponerla a su nombre para poder percibir las prestaciones.

El sueldo que percibía en la fábrica siempre se lo entregaba íntegro a mi madre para que fuera ella la que lo administrara, dependiendo así de su gobierno, al tener que pedirle después lo necesario cada día para el billete del autobús u otras necesidades que se le presentasen, las cuales eran muy escasas por querer vivir la pobreza y porque nunca pisaba un bar ni una cafetería.
 
Subida del Monte Carmelo, obra de San Juan de la Cruz
Recuerdo una anécdota que retrata al vivo su despego hacia el dinero. En aquellos años en que se percibía el sueldo mensual en mano, anduvo durante varios días con él, sin acordarse de que lo tenía en el bolsillo. Así estuvo caminando del trabajo a casa y a la iglesia y vuelta al trabajo, a la iglesia y a casa. Hasta que mi madre, al notar la falta, le preguntó si aún no le habían pagado. Entonces pronunció una leve exclamación, llevando la mano hasta el bolsillo para comprobar si aún permanecía allí, pues no se había vuelto a acordar de él, desde el día que le pagaron. Así de despistado y de desprendido era mi padre.


En la fábrica de refrescos donde trabajaba, quisieron ascenderle de puesto, con lo que su situación económica sería desde entonces más desahogada, pero él rechazó el ascenso porque le suponía perder la vida de oración que llevaba hasta entonces. Mi padre valoraba más la oración que el dinero y Dios le recompensó este acto de desprendimiento años más tarde, al tener que jubilarse anticipadamente por caer en quiebra la fábrica, concediéndole la incapacidad por enfermedad, percibiendo el cien por cien del sueldo que ganaba.



No hay comentarios:

Publicar un comentario