Eva (la joven en el centro) con sus padres y hermanos |
Como
el trabajo en cadena de la embotelladora de refrescos no le ocupaba la mente, continuaba
su jornada laboral rezando rosarios mientras controlaba el paso de las
botellas. Con cada botella que se llenaba, contaba un avemaría.
Llegó a rezar un número elevado de rosarios diarios durante las ocho horas de
jornada laboral, más ocho horas extras que tuvo que trabajar durante algunos
años para poder sacar la familia adelante después de arruinarse el negocio de
la granja que poseía en Medina del Campo.
La
ruina de este negocio, con el que había prosperado años a atrás, fue la causa
del cambio total que dio la vida mi padre. Desde entonces comprendió la
vanidad de las riquezas y puso su confianza en Dios, entregándose a una
vida de oración, en la que, ayudado por los escritos de San Juan de la Cruz,
que tanto alimentaron su espíritu, los que casi se sabía de memoria, fue
avanzando por la Subida del Monte Carmelo, pasando por las noches oscuras,
hasta llegar a la cima de la perfección.
Como
albergaba el deseo de ser verdaderamente pobre, no quiso que la cuenta bancaria
de la familia figurara a su nombre, motivo por el que aparecían como titulares
mi madre y uno de mis hermanos, hasta que le llegó el tiempo de la jubilación y
no le quedó más remedio que ponerla a su nombre para poder percibir las
prestaciones.
El
sueldo que percibía en la fábrica siempre se lo entregaba íntegro a mi madre
para que fuera ella la que lo administrara, dependiendo así de su gobierno, al
tener que pedirle después lo necesario cada día para el billete del autobús u
otras necesidades que se le presentasen, las cuales eran muy escasas por querer
vivir la pobreza y porque nunca pisaba un bar ni una cafetería.
Recuerdo
una anécdota que retrata al vivo su despego hacia el dinero. En aquellos años
en que se percibía el sueldo mensual en mano, anduvo durante varios días con
él, sin acordarse de que lo tenía en el bolsillo. Así estuvo caminando del
trabajo a casa y a la iglesia y vuelta al trabajo, a la iglesia y a casa. Hasta
que mi madre, al notar la falta, le preguntó si aún no le habían pagado.
Entonces pronunció una leve exclamación, llevando la mano hasta el bolsillo
para comprobar si aún permanecía allí, pues no se había vuelto a acordar de él,
desde el día que le pagaron. Así de despistado y de desprendido era mi padre.
En
la fábrica de refrescos donde trabajaba, quisieron ascenderle de puesto, con lo
que su situación económica sería desde entonces más desahogada, pero él rechazó
el ascenso porque le suponía perder la vida de oración que llevaba hasta
entonces. Mi padre valoraba más la oración que el dinero y Dios le
recompensó este acto de desprendimiento años más tarde, al tener que jubilarse
anticipadamente por caer en quiebra la fábrica, concediéndole la incapacidad
por enfermedad, percibiendo el cien por cien del sueldo que ganaba.
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