El Viernes Santo sólo comía pan y agua |
Recuerdo
que cuando éramos pequeños y adolescentes, nos llevaba el Viernes Santo por la
mañana a hacer la visita al Santísimo en siete iglesias diferentes. De regreso
se acostaba a dormir. Levantándose de su descanso, ese día ayunaba. Sólo comía
una barra de pan y bebía agua. No probaba nada más, hasta el Sábado Santo.
Fueron muchos los años en los que Víctor estuvo comiendo con austeridad. Su
vida era muy austera en el comer, vestir, gastar. Silenciosamente vivía una
vida de pequeñas y continuas mortificaciones.
Su comida diaria consistía en un desayuno
ligero, la comida la hacía completa, y por la noche, durante muchos años,
cenaba sólo una manzana, hasta que dejó de cenar alimento alguno. Sólo volvió a
hacerlo en el período de su enfermedad. Nunca protestaba por la comida que se
le daba. Tampoco elegía o exigía lo que quería comer. Su fuerza de voluntad y
mortificación eran heroicas en todos los sentidos. Cuando le diagnosticaron la
enfermedad coronaria, el cardiólogo le aconsejó comer con poca sal. Así lo
hizo, hasta llegar a comer las comidas sin nada de sal.
En
una ocasión me tuve que quedar con papá, teniendo yo doce años. Papá trabajaba
y yo tenía que ocuparme de todas las cosas de la casa, no sabiendo cocinar.
Mantenía el mismo tiempo de cocción para las legumbres que para el arroz. El
arroz que hice un día lo tuve cociendo una hora y media. Cuando papá llegó de
trabajar le puse el arroz, y él se lo comió sin decir palabra alguna, ni
rechistar, ni protestar, ni hacer ningún comentario. Sabía horrible e
incomestible. Yo que lo cociné, no fui capaz de comerlo.
Víctor
vivía muy unido a Dios. Tenía una gran mortificación de la
curiosidad y de todos los sentidos. Centrado en la presencia de la Santísima
Trinidad en su alma cuando caminaba por la calle, te dabas cuenta que él estaba
en otro lugar o en otra presencia interior. No prestaba atención a lo superfluo
y superficial. Su presencia a lo que sucedía a su alrededor, era desde la
presencia de Dios en él.
Víctor en el comedor de Velillas con su hijo Miguel |
Cuando nos encontrábamos por la calle, era yo la que me dirigía a él a darle un beso, pues él iba muy recogido interiormente y no miraba a presencias exteriores. Varias veces sucedió, cuando iba acompañada de alguna amiga, yo le decía: Mira. ¿Ves ese señor que viene por ahí? Es mi padre. Ya verás que ni me ve ni me saluda. Y así sucedía. En cuanto me acercaba a él, al verme se le iluminaba el rostro de alegría y me daba dos besos con mucho cariño y bondad.
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