Sucedió
en Sabarís. Víctor y Asunción solían pasar unos días de vacaciones en esa
localidad gallega en una casa que alquilaban durante el mes de septiembre,
cercana al monasterio de las Carmelitas Descalzas, a las que visitaban con
frecuencia con sus hijos. Por eso Eva, cuando sintió la llamada del Señor a la
vida religiosa, no dudó en elegir ese monasterio.
Si
las visitas eran frecuentes antes de tener a su hija en el monasterio, ya
pueden imaginarse lo que sería de ahí en adelante. Aprovechaban sus vacaciones
para asistir diariamente a la celebración de la misa conventual de las
carmelitas y de vez en cuando pasaban a saludar a su hija y a la comunidad.
Uno
de esos años, coincidió con ellos un caballero muy devoto y agradable que
también asistía todos los días a la misa conventual de las carmelitas, con el
que entablaron cierta amistad. Al salir se saludaban y charlaban amigablemente
durante un rato.
Víctor
siempre se distinguió por su agradable trato. Puso en práctica el consejo de
San Pablo: “Vuestra conversación sea siempre agradable, con un poquito de
sal, sabiendo cómo tratar con cada uno” (Col. 4, 6). Algo tuvo que ver en este modo de proceder el
consejo de Santa Teresa a sus hijas, que conocía perfectamente por ser
carmelita descalzo seglar y haber leído sus obras en las que dice: “Todo lo
que pudiereis sin ofensa de Dios, procurad ser afables y entender de manera que
todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen
vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud.
Mientras más santas, más conversables, y que, aunque sintáis mucha pena si no
van sus pláticas todas como vosotras desearíais, nunca os extrañéis de ellas,
si queréis aprovechar, Que esto es lo que mucho hemos de procurar: ser afables
y agradar y contentar a las personas que tratamos” (C. 41, 7).
Al
salir de misa, tanto al saludarse como al despedirse después de una breve pero
agradable charla, este caballero, al que no conocían anteriormente de nada y
con el que no volvieron a encontrarse, siempre estrechaba sus manos con las de
Víctor y a Asunción la daba un par de besos.
Cuando
Asunción vio que esto se repetía día tras día, sintiéndose incómoda ante
semejante situación, creyendo que le podía molestar a Víctor, se dirigió a él
para pedirle: “Dile que no me bese”. A lo que él, riéndose y con
mucha ironía la contestó: “Díselo tú, a mí no me molesta”.
El
caso resultaba de lo más simpático e inocente. Cuando lo recordaban, no podían
menos de celebrarlo y reírse. Al contárselo a sus hijos y a sus nietos, Víctor
se gloriaba de que su esposa siguiera siendo tan atractiva.
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