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Publicidad antigua de Pepsi-Cola. |
Víctor no era un predicador ni un moralista, contemplaba con
una sonrisa franca y, a veces, escéptica, el transcurrir de la jornada y solo
se confiaba con quien le ofrecía confianza.
Nunca se metía en discusiones políticas y alguna vez que le
di mi opinión sobre la explotación a la que estábamos sometidos los peones por
unas migajas económicas, cuando los jefes y, sobre todo, los accionistas y
dueños de la empresa se llevaban casi todo el beneficio de nuestro trabajo,
Víctor, apenas argumentaba que la responsabilidad de los jefes era cosa de
ellos, y que nosotros teníamos que ganarnos el pan lo más honradamente posible.
En las oficinas de los distintos departamentos (Producción,
Almacén, Ventas, Personal y Nóminas, Administración etc.) las diferencias de
jerarquías se evidenciaban en la calidad de los trajes y en la marca de los
coches, pero también se marcaban de forma violenta, dando órdenes a voces y
subrayando con tacos la autoridad del que gritaba.
Entre los oficinistas predominaban las conversaciones
ramplonas y, a veces, obscenas, y algunos jefes de traje caro alardeaban cada
día de sus noches de cabaret. Había bastante alcoholismo y los camareros de los
bares cercanos venían con frecuencia trayendo bandejas de café que, en
realidad, eran carajillos bien cargados de coñac. En los turnos de noche, se
sabía que había alguna prostituta ofreciendo sus servicios en la zona en que
aparcaban los camiones.
El conjunto de la fábrica funcionaba con un sistema de
rivalidad entre jefes, departamentos, empleados, conductores, peones y
eventuales. Esa competencia de sueldos, primas y prestigio se hacía pública en
cuadrantes mensuales que mantenían divididos y, a veces, enfrentados a los
trabajadores, porque las primas que premiaban a algunos, se restaban de los
posibles beneficios comunes.