Eva, hija de Víctor, con tres de sus sobrinos. |
Queriéndole hacer algún obsequio en el día del padre, le
pregunté que desearía que le regalase. La respuesta no se hizo esperar, y la
petición fue la propia de un hombre de fe profunda que tiene claro cuales son
los verdaderos valores: “El mejor regalo que me puedes hacer es que vayas a
confesarte”. En aquel día, su deseo era muy costoso para mí, porque solo se
encontraba disponible para confesar el párroco, con el cual no iba nunca, por tener
mucho trato con él. No obstante, como no quería defraudarle, así lo hice. Al
salir del confesionario fui a manifestarle que ya había recibido el sacramento.
En agradecimiento a mi regalo, me dio un beso con tanta ternura, que aún hoy lo
recuerdo. Parecía como si le hubiera hecho el mejor regalo del mundo. (Eva).
Algo semejante le sucedió a su hermana Begoña, a quien había
pedido el mismo regalo, porque efectivamente, el mejor regalo que le podían
ofrecer sus hijas, era comportarse como buenas cristianas limpias de todo
pecado.
A Eva la costó cumplir con su deseo, no por confesarse, sino por
tener que hacerlo con el párroco D. Paco Teresa que tanto la quería que iba a
enterarse de sus pequeñas faltas. Pero el deseo de dar una alegría a su padre
la dio valentía para hacerlo y la faltó tiempo para acercarse a su padre para
comunicarle que ya se había confesado.
¡Qué cara de alegría pondría Víctor, qué sonrisa, con qué
ternura le daría un abrazo y un beso para no poder olvidarlo jamás! Ella, que
como benjamina de la familia fue la más mimada y la que más besos y abrazos
recibió de sus padres, sigue recordando de manera especial ese beso tan tierno.
El amor es siempre el mejor regalo.
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