Monasterio del santo desierto de San José de las Batuecas |
De
todos los años que pasé mis vacaciones en el desierto, los gozos para mí fueron
desconocidos. Todo ello me obligaba más a pedir con tristeza y dolor. El fruto
luego venía cuando regresaba al trato con la gente mundana y también con los
que luchaban por vivir cristianamente.
¿Cómo
se explica que fuera tantos años a pasar sus vacaciones al desierto de Las
Batuecas y no a otros lugares más propicios para el descanso, si allí nunca
encontraba consuelos ni gozos al menos espirituales?
Orando con tristeza y dolor, pero con confianza. |
Allí,
aislado del mundo, libre de afanes y preocupaciones, en un clima de silencio y a
solas con el Señor, buscaba con sinceridad descubrir su voluntad para cumplirla
con fidelidad, y el Señor, ante tan buen
deseo y disponibilidad, lo que le hacía ver era su indignidad, su nada, su
pobreza. Y lo hacía para que se purificase de tantas imperfecciones, de tantas
manchas que antes le pasaban desapercibidas y ahora descubría ante claridad de
la luz divina.
Ante
la luz y belleza de Dios aparecían tantas manchas, que se sentía avergonzado y
anonadado. Verse tan sucio, tan indigno de Dios, le resultaba sumamente
doloroso. El Señor estaba purificando su parte sensitiva, sus gustos, sus
instintos, sus imperfecciones, etc., es decir, de lo que San Pablo llama “el
hombre viejo”, para que, libre de esas imperfecciones, se sometiera a la parte
racional y espiritual, se llenara de virtudes y se transformara en “el
hombre nuevo revestido de Cristo”, como desea el Apóstol.
Jesús preparando a sus apóstoles. |
A lo
largo de ese doloroso proceso, descubrió que ante Dios todos estamos sucios, todos
necesitamos pasar por una profunda purificación, todos somos pobres y como
pobres y mendigos, lo único que podemos hacer es acudir a Dios con humildad para
que nos libere de tantas miserias. Eso es lo que hacía día tras día:
“pedir con tristeza y dolor”, que le limpiase y le transformase en el “hombre
nuevo revestido de Cristo”, si esa era su voluntad.
Y el Señor nunca le defraudó. En Batuecas el
Señor no le concedía gozos sensibles, pero de allí salía más afianzado en la fe
y convertido en apóstol “siempre dispuesto a dar testimonio de su
esperanza con sus palabras y sus obras, pero con buenos modos y respeto”,
como aconseja San Pedro (1 Pe. 3, 15).
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