Vidriera con el Espíritu Santo en la Basílica de San Pedro de Roma. |
Esta unión es tan perfecta, que solamente en el cielo se
supera, y es que el Espíritu Santo, el fuego del amor divino, ha transformado
el alma en el mismo Dios y viene a ser divina y Dios por participación cuanto
se puede en esta vida. Según San Juan de la Cruz, Dios es siempre Dios,
esencialmente distinto del alma, pero mediante el amor, ha unido y como
conglutinado la criatura al creador que son dos naturalezas en un espíritu.
San Juan de la Cruz, al que alude Víctor, para dar a entender
lo que es la transformación del alma en Dios, emplea la imagen de una vidriera
embestida por el sol. Si la vidriera está sucia, no refleja el sol, pero a
medida que se va limpiando, en ella se va reflejando más el sol; y si está
totalmente limpia y la miramos, no veremos la vidriera, sino el sol. Pues eso
mismo, dice San Juan de la Cruz, sucede con el alma a medida que se va
liberando de todas las imperfecciones, y añade estas palabras:
“En dando lugar el alma –que es quitar de sí todo velo y
mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida
con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de
todo lo que no es Dios- luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le
comunica Dios su ser sobrenatural en tal manera, que parece el mismo Dios y
tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión, cuando Dios hace al
alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas
en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es
Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto
se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como también la
vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (2S 5, 7).
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